Si te paras a escuchar, más allá del murmullo de las terrazas y el organillo lejano, Madrid tiene dos bandas sonoras que luchan por el alma de la ciudad. Por un lado, el sonido grandioso, orquestal y castizo de la Zarzuela que se escapa de los teatros centenarios de la calle Alcalá. Por otro, el quejío crudo, íntimo y profundo del Flamenco que se filtra por las rendijas de los tablaos en los barrios de las Letras o Lavapiés. A simple vista, parecen la noche y el día, el agua y el aceite. Uno es de corbata y butaca de terciopelo; el otro, de camisa abierta y silla de enea. Pero si te fijas bien, te darás cuenta de que estos dos gigantes llevan más de un siglo mirándose de reojo, copiándose, picándose y, en el fondo, respetándose en un abrazo invisible. Esta es la historia de su extraña y fascinante relación.

Cuando el Flamenco se Coló en la Zarzuela

Imagínate la escena: finales del siglo XIX y principios del XX. La Zarzuela es la reina indiscutible de Madrid, el Netflix de la época, el espectáculo de masas que todos van a ver. Sus compositores y libretistas, genios como Ruperto Chapí, Amadeo Vives o Federico Chueca, tenían un oído pegado a la calle. Se dieron cuenta de que en los barrios, en los patios de vecinos y en los ruidosos cafés cantantes había un arte visceral que arrastraba al público: el flamenco. Y decidieron, con una astucia brillante, invitarlo a su fiesta.

Así, empezaron a salpicar sus obras con elementos flamencos. De repente, aparecían números de baile por tangos, escenas en cafés cantantes o personajes con un desparpajo y una actitud «aflamencada». Obras maestras como La verbena de la Paloma o La Revoltosa son el retrato perfecto de ese Madrid popular donde la chulería tiene un punto jondo. En Agua, azucarillos y aguardiente se representa explícitamente ese ambiente popular, mientras que en títulos como El huésped del sevillano, la conexión andaluza es el propio motor de la trama. Era la fórmula del éxito: llevar la calle y la «verdad» del pueblo al gran escenario.

Representación de la Verbena de la Paloma, Zarzuela en el Teatro

¿Y al revés? La Ópera Flamenca y el Toque Teatral

Pero ojo, que el flamenco no se quedó de brazos cruzados. La relación fue de ida y vuelta. A medida que salía de la intimidad de las reuniones para conquistar teatros, se dio cuenta de que necesitaba algo más que pura emoción y duende. Necesitaba una puesta en escena, un orden, una dramaturgia.

Al compartir cartel con las compañías de Zarzuela, los artistas flamencos aprendieron a estructurar sus espectáculos. Nació la «Ópera Flamenca», un formato que, más allá de su origen fiscal, reflejaba una realidad: los recitales se organizaban como un viaje emocional, con un principio, un desarrollo y un final. Se cuidaba el vestuario, la iluminación y el orden de los palos. Las letras de cantes como la Petenera o la Malagueña se convirtieron en microrrelatos dramáticos. El bailaor o la cantaora ya no solo interpretaban, ahora actuaban. El flamenco descubrió que, sin perder su alma, podía usar las herramientas del teatro para ser aún más universal.

Un Idioma Común: Versos, Quejíos y Pasión

Al final, aunque el traje sea distinto, la piel es la misma. Zarzuela y Flamenco son dos vasijas diferentes que contienen la misma materia prima: las pasiones humanas. Hablan de lo que nos mueve a todos: el amor, la pena, los celos, la alegría.

No es casualidad que grandes poetas como los hermanos Álvarez Quintero escribieran libretos para zarzuelas y, a la vez, letras para cantes. La romanza de un tenor en Luisa Fernanda puede hablar de un amor tan desgarrado como el que expresa una seguiriya. El escalofrío que recorre la espalda con un coro de Doña Francisquita es primo hermano del pellizco que provoca un buen cante por soleá. Son dos acentos distintos de un mismo idioma universal: la pasión.

Pinceladas Flamencas en Zarzuelas Inolvidables

Para que agudices el oído, aquí tienes algunas de las zarzuelas famosas donde esa conexión con lo popular y lo flamenco es más evidente. Son la prueba perfecta de este romance secreto:

  1. La Revoltosa (Ruperto Chapí): La música no solo narra una historia de amor y celos, sino que captura el sonido y el pulso de un patio de vecinos madrileño, con una energía casi flamenca.

  2. La tabernera del puerto (Pablo Sorozábal): Sus personajes son gente de mar, con pasiones a flor de piel. Las habaneras y los ritmos populares tienen un sabor que conecta directamente con el pueblo.

  3. El huésped del sevillano (Jacinto Guerrero): El título lo dice todo. Es una exaltación de lo andaluz dentro de una estructura de zarzuela, con Toledo como escenario de un cruce de culturas y pasiones.

  4. Gigantes y cabezudos (Manuel Fernández Caballero): La jota aragonesa es la protagonista, pero la obra es un canto a la identidad popular y regional, un espíritu que comparte con el flamenco.

  5. La del manojo de rosas (Pablo Sorozábal): Un sainete madrileño moderno para su época, que mezcla el pasodoble con ritmos de moda como el foxtrot, demostrando esa misma capacidad de la zarzuela para absorber lo que se escuchaba en la calle, igual que hizo con el flamenco.

Partitura original de zarzuela con anotaciones manuscritas.

Hoy, un siglo después de aquellos coqueteos, cada género ha encontrado su espacio en Madrid. La Zarzuela sigue siendo el gran espectáculo lírico de la capital, una joya cultural que hay que disfrutar en sus magníficos teatros. El Flamenco, por su parte, es el pulso íntimo y visceral de la ciudad, un arte que se renueva cada noche en espacios más recogidos.

Pero esa vieja rivalidad secreta, ese mirarse de reojo, los ha hecho a ambos más fuertes, más ricos. Para entender de verdad el alma de esta ciudad, con sus luces de verbena y sus sombras de corralas, tienes que probar un poco de los dos. Y si bien la Zarzuela te espera en sus butacas, la esencia más pura del flamenco, esa que inspiró a tantos maestros y que a su vez aprendió del teatro, sigue viva y ardiendo. Se esconde en esos pequeños templos donde el silencio es sagrado y solo lo rompe una guitarra, un tacón contra la madera y una voz que se rompe sin guion. Es ahí donde se vive la emoción en directo, donde el arte nace y muere cada noche, demostrando que el eco de esa vieja y fascinante relación aún resuena.